El Famoso
escritor peruano Don Ricardo Palma dijo una vez refiriéndose a sus compatriotas:
“el que no tiene de Inga, tiene de Mandinga” y con mucha razón. Yo creo que
esta frase se aplica a la mayoría de los latinoamericanos: somos tan mestizos
que, aunque no todos estamos para pedir
miguitas de ternura, muchos llevamos casi todas las razas sobre la piel.
Por ejemplo yo sé que de parte de padre, tengo sangre escocesa, portuguesa e indígena de la selva amazónica.
De parte de madre tengo sangre, española, árabe, indígena de la sierra peruana,
y aunque mi madre se empecine en negarlo, africana. Imagínense mis hijas, la mayor con además
sangre catalana, napolitana y normanda y la segunda con pura sangre finlandesa.
En mi caso, mi tipo me hace pasar por casi de todo. En Pekín unos
chinos me dijeron que yo parecía china (de la provincia de no sé qué, para ser
más específicos), en Finlandia un amigo Iraní me dijo que parecía egipcia y en
mis clases de bollywood una vez unas hindúes se asombraron que la profesora me
hablara en inglés. Ella riendo les aclaró “Es que no es de la India” y las
chicas estaban asombradísimas, pues me creyeron una paisana.
Lo que me seguía pareciendo raro hasta ahora es que en San
Petersburgo (y en Finlandia también) me creyeran rusa (sobre todo cuando quién
te habla en “su idioma” es una rubia impresionantemente alta) Pero cuando viví
en Filipinas y conocí a muchas personas de uno de los tantos “Tanes” en que se
ha convertido la antigua Unión Soviética, ya no me parece tan descabellado. Sí
pues, podría pasar de por allí.
Ahora bien, este tipo aparentemente camaleónico, causa diversas
reacciones según donde me encuentre. Por ejemplo, para más detalles, en San
Petersburgo no solo me creían rusa, sino PROSTITUTA rusa. Mi marido fue para una conferencia y o lo
acompañé. No bien instalados en el cuarto de hotel, llamaron por teléfono. Mi
marido contestó y lo vi asombrado decir que “NO”. Le pregunté qué había pasado
y me respondió que alguien le había preguntado si quería conocer una “Biutiful
ruchian girl”, así, con todo empacho. Lo gracioso es que cuando esa noche
regresamos de cenar, el portero del hotel me miró de pies a cabeza,
despectivamente. Yo le comenté a mi marido que seguro él le había propuesto la
“biutiful ruchian girl” y al verme pensó: “¡la que yo le estaba proponiendo es
mucho mejor que ésta!”
Cuando en Francia iba a comprar algo o preguntar por algún servicio,
la primera reacción era también mirarme de pies a cabeza y preguntarme “¿Es
usted marroquí?” o “¿Tunecina?”. En este caso lo que me llamaba la atención era
el hecho de que esa cara de desprecio se convirtiera en una inmensa sonrisa
cuando decía que era peruana: “¡Perú! ¡Machu Picchu, Mayas, samba, tango!”
(Porque hay que decir que para el pobre europeo “promedio” todo da igual). Es
decir que se daba una situación de racismo selectivo. Sí, también se me
confunde con fácilmente con árabe. Inclusive muchos me hablaban en su idioma
cuando vivía en París. Entonces, si el color de piel es el mismo ¿qué hacía
aceptable a la latinoamericana? Me atrevo a decir que factores económicos y
sociales más que un verdadero racismo.
En los años 80 el árabe emigraba para trabajar y por ese motivo se le
acusaba de causar desempleo, en cambio al latinoamericano no le era tan fácil
emigrar y por consiguiente no había muchos, todavía resultábamos exóticos.
Supongo que si en vez de Francia me hubiese encontrado en España, la cosa habrá
sido diferente.
Algo de eso probé cuando fui de vacaciones a la Cataluña española.
En este caso curiosamente me creían española, específicamente andaluza. Cuando
entraba a alguna tienda y pedía el precio de algo, volvían a mirarme con
desprecio y me contestaban en catalán. Como entendía el idioma yo les seguía la
conversación en español. Eso es algo muy común en Cataluña, lo que no es muy
común es que en medio del discurso cambien al español. Eso lo hacían en cuanto
se daban cuenta de mi acento. Es decir cuando comprobaban de que no era
andaluza. No voy a detenerme en los problemas sociopolíticos de España. Solo
pongo esto como ejemplo para mostrar que en ambos casos la reacción
aparentemente racista era causada por algo más que el color de la piel. Una vez
comprobado que a pesar de mi apariencia, no formaba parte del grupo que
“molestaba”, la actitud cambiaba.
Es evidente que el grupo de poder rige las reglas de la sociedad. En
el racismo también. Lo que me ha enseñado la experiencia de ser camaleónica es
que esas reglas son relativas y por lo tanto absurdas. Como lo dije en los
ejemplos anteriores: no molestaba realmente el color de mi piel tanto como al
grupo al que pertenecía.
Inclusive la noción de “color” es relativa. Por ejemplo, cuando
vivía en Perú, la mirada de desprecio venía muchas veces de mis propios
compatriotas y por verme bien “peruana”. Era muy común que cuando iba con mi
esposo a algún evento o a comer a el restaurante de moda, las señoritas de
“buena presencia” (espantosa frase utilizada comúnmente en los anuncios de
empleo y que significa “lo más blanca posible”) me miraran de pies a cabeza.
Casi se podía leer en esa mirada la pregunta “¿Y esta india qué hace con
semejante gringo?”. Y no es que mi marido parezca un actor de Hollywood, pero
su metro ochenta se le nota más cuando sale conmigo, que solo mido 1.60m.
Muchas veces me tuve que controlar para no contestarles “¿Y saben qué? Soy 5
años mayor que él. ¡Cómo te quedó el ojo!” El racismo en Latinoamérica me
parece intolerable, justamente porque todos tenemos o de Inga o de Mandinga.
Esas “señoritas” ni siquiera se preguntaban si era inteligente o muy buena
persona. Simplemente consideraban insoportable la idea de haberme casado con un
nórdico.
Ya ni cuento a la “amiga” que fue a visitarme luego de nacer mi hija
y me dijera como un gran cumplido “No parece tuya”. Es decir que era demasiado
blanca para ser mi hija. En Perú se
habla de “mejorar la raza” cuando alguien se casa con un blanco. Y yo que justamente
considero que la belleza de mis hijas radica en su mestizaje, en verse exóticas
estén donde estén. Y por otro lado pienso en la cantidad de enfermedades
genéticas de las que nos hemos librado por no tener una sangre “pura”. Hay que
preguntarse quién mejoró la raza de quién.
Cuando vivía en Filipinas,
una vez más, me creían local. Lo curioso es que si en Perú mis rasgos me hacían
estar entre la parte “baja” de la sociedad, allí era todo lo contrario. Mis
pómulos salientes y mis ojos almendrados delatan mi sangre india (sin embargo
yo considero que son de mis rasgos más atractivos). Pero almendrados o no,
tengo buenos párpados, lo que significa en Asia que tengo sangre europea.
Entonces pues pasaba por una filipina de clase alta, mestiza con sangre
española. Soy la misma persona, pero según donde me encuentre, no se me percibe
de la misma manera.
Eso es lo absurdo del racismo: su relatividad. Según en qué parte
del globo se me encuentre soy más o menos “blanca”. Porque ése pareciera ser el
ideal de belleza al que se aspira: blanco, rubio y de ojos azules. Y por esa
razón, estos países abundan las lociones blanqueadoras, muchas de las cuales se
ha comprobado que causan cáncer a la piel. Y ni hablar de las absurdas ideas de
que tal o cual mancha en el cuerpo o rasgo especial delata la pertenencia a la
raza “superior” o “inferior”. En Perú
por ejemplo la gente llega a verdaderas guerras para probarle al vecino que
tiene la gota de sangre extra que lo convierte en más blanco que él.
Pero no se crea que el racismo sea exclusividad de la raza blanca.
Curiosamente las personas más racistas que me haya encontrado no pertenecen a
ese color. En Francia viví por un buen tiempo en una pensión en donde había de
todo: algunas europeas, “beurettes” (hijas de inmigrantes de origen magrebí),
antillanas y algunas chicas de países de África Sub-Sahariana. Pues La persona
más racista que hasta ahora haya conocido, pertenecía a este último grupo (no
voy a decir el país, pues supongo que como en todas partes, no necesariamente
todos son racistas). Era imposible discutir con ella sin que nos soltara, como
argumento para desacreditar nuestras opiniones, que no teníamos orígenes, pues
no poseíamos una raza “pura” como ella. Y nadie se salvaba, ni siquiera las
antillanas que tenían la piel tan oscura como la de ella: eran mestizas, es
decir seres inferiores a sus ojos. Yo una vez le contesté que más bien yo tenía
muchos más orígenes que ella (¡Qué triste perteneces a una sola etnia! ¿no?) y
furiosa me amenazó con hacerme brujería. Algo parecido le pasó a un amigo
brasilero, al que un africano criticó por “renegar de su raza” al vestirse de
manera occidental. El chico le contestó, inteligentemente, que no podía renegar
de algo que se le notaba en el color de la piel, pero que no podía tampoco
reivindicarse de una cultura con la que no se identificaba; que sí,
evidentemente que sus tátara-tátara abuelos venían de África, pero que él se
identificaba como brasilero, porque era el país en donde había nacido y la
única cultura que conocía. El otro nunca quiso entender razones al parecer.
En otra oportunidad, en la pensión un grupo de chicas empezó a hacer
bromas sobre una de ellas, alegando que el cocinero le había dado más
comida que al resto porque se acostaba
con él. Este señor era un normando de pura cepa, blanco como la nieve. La
aludida respondió “¡Aggg! ¡Qué asco! ¿Se imaginan acostarse con él? ¡Todo
blanco! ¡Todo rubio!”. En el grupo no había ni una sola europea y al parecer
solo yo tenía un novio francés. Casi todas le dieron la razón a la muchachita
de marras. Yo me sentí ofendida: ¿”Qué tiene de malo un hombre blanco? A caso
te va a manchar?” Pero ellas seguían en sus trece, hasta que una chica de la
Costa de Marfil dijo “¡Ya cállense! ¿No se dan cuenta que el novio de Tanya es
blanco?” Trataron de disimularla pero ya era tarde. La misma chica de la Costa
de marfil les dijo que sabía muy bien que si no fuera porque vivíamos juntas,
muchas no le dirigirían la palabra por ser racistas. Nadie lo quiso aceptar. En
todo caso es triste ver que el racismo no es exclusividad de los blancos: la
estupidez humana no conoce de fronteras.
Muchos dirán que en una sociedad en la que justamente se sobrevalora
a las razas blancas, una reacción así es la respuesta natural que se genera y
que por último es bueno que haya gente que se sienta orgullosa de lo que es. Nadie
me convencerá que al fuego se le combate con fuego.
Pienso que la mejor manera de luchar contra el racismo sí es
fomentar el orgullo a los orígenes propios, pero no para decir que una raza es
mejor que la otra, porque eso es un absurdo. No hay nada científico que pueda
corroborar algo así.
Estar orgulloso de nuestros
orígenes nos prepara también para relativizar los insultos racistas y darles su
verdadero valor, desarmando sus argumentos. Un buen ejemplo se encuentra en el
poema “me gritaron negra” de Victoria Santa Cruz: una niña toma por primera vez
noción de que su color de piel es percibida como inferior y crece tratando de
ocultar sus orígenes, hasta que un día contesta “¡Y qué!” al insulto y replica
“¡Negra soy, negro es mi color!”, dejando de esa manera al agresor sin
argumentos. ¿Cómo discutir con alguien
que te acepta lo que le dices y sin considerarlo un insulto sino solo un hecho?
Eso solo se logra si uno mismo no siente como un lastre los orígenes
personales, sino como lo que son: una riqueza. Eso les enseño a mis hijas y por
suerte lo entienden bien. A la mayor una vez alguien le dijo que ella no era
“una verdadera finlandesa”, a lo que ella replicó sin problemas que era verdad,
pues había nacido en Francia y se había criado hasta los diez años en Perú, por
lo que no era culturalmente una verdadera finlandesa a pesar de tener la
nacionalidad. ¿Cuál es el problema? En este caso “sentirse bien en su piel”
tiene un significado literal.
Disfrutemos de nuestras diferencias, aprendamos a amarlas y
respetarlas, que eso hace la riqueza del mundo: los diversos colores, olores y
sabores de cada cultura.
*Frase de la
popular canción peruana “Toro Mata”.
(Artículo
publicado originalmente en el blog “Memoria y migración” de Edith Goel)